Cuando mi querida y recordada amiga Irma Leiva, a mediados del año 1974, habiendo recién iniciado mis estudios superiores en la Universidad de Chile de Valparaíso, hizo de nexo para que conociera a unos amigos que tenían un grupo de música andina en formación, nunca imaginé la intensidad de las relaciones y emociones que viviría en esos primeros años de dictadura, cuando transitar con charangos, quenas y zampoñas, constituía un riesgo, dado las absurdas prohibiciones del régimen militar que se había instalado a sangre y fuego en nuestro país.
Llegué la primera vez con mi guitarra a la casa de José Sánchez (percusionista), en la calle Amalia Paz del Cerro Los Placeres en Valparaíso, y me recibieron además, Eugenio Encina (quenista y guitarrista), Víctor Abarca (quenista) y un charanguista cuyo nombre no he podido recordar. Irma me había comentado previamente que se trataba de un conjunto que tenía un proyecto de grabación a corto plazo, sin embargo al desenfundar los instrumentos y comenzar a tocar con ellos, pude notar que solo se trataba de un grupo aficionado que con mucho entusiasmo intentaba armar un repertorio para recrear y revivir la música que en ese momento estaba clasificada como proscrita por los militares, y que el proyecto de grabación no existía. No obstante, me agradó la idea, el grupo de personas y el repertorio a desarrollar y me comprometí a iniciar un trabajo musical con ellos, ante lo cual me solicitaron además que me hiciera cargo de la dirección musical.
El primer nombre que tuvo el conjunto, con muy poco fundamento y sentido para mi gusto, fue “Los Traucos”, pero muy luego al retirarse el charanguista e incorporarse los hermanos Prado, Pedro (charanguista) y José (percusionista), que venían del grupo “Los Andariegos de Pancho”, cambiamos el nombre a “Grupo Amauta de Valparaíso”.
Recuerdo con esta nueva formación y con la colaboración de Manuel Montenegro en la locución, nuestro comprometido primer trabajo para llevar adelante un recital de música latinoamericana, lo cual se concretó con éxito el 14 de diciembre de 1974 y se llevó a efecto en el salón del Teatro IPA en calle Condell, que en ese tiempo administraba don Hernán Salas, padre del conocido humorista Alvaro Salas; con este último me unía una gran amistad por haber sido compañeros de Liceo ( el N° 3 de Valparaíso) y vecinos en Miraflores Alto, donde guitarreábamos frecuentemente (que habrá sido de don "Beno" Manso que cantaba con tanto gusto el repertorio del mexicano Javier Solís)
Adicional a la nutrida agenda de actuaciones en tímidas peñas folklóricas, algunas clandestinas, dado el régimen que imperaba, guardo especial recuerdo de una jornada que organizamos junto a otros grupos de música folklórica latinoamericana de la zona, la cual se llevó a efecto en el salón de
Algunas diferencias, originadas por la selección de repertorio y desaveniencias entre algunos integrantes, hizo que el grupo se desarticulara, e intentara rearmarse repetidas veces con algunos nuevos integrantes, entre los cuales recuerdo a Juan Arancibia (poeta), Lucho Vidal (ex Paracas), Miguel Henríquez, Héctor Morales y Jorge Arias.
Estuvimos en actividad hasta el año 1977, actuando en la mayoría de las instancias y espacios que era posible gestar en esos duros años, cruzando cerros porteños y viñamarinos a pie, con nuestros instrumentos al hombro, siendo
En el año 1976, José Prado (El Chicho) partió al exilio a Alemania y luego vino la creación del “Boliche La obra”, en el cual se constituyó el trío integrado por Pedro Prado, Víctor Abarca y Juan Hernández, con el nombre de “Obra Trío”, desarrollando un trabajo de música criolla latinoamericana, convirtiéndose en un número estable de este nuevo centro cultural porteño. En marzo de 1978, Pedro Prado también tuvo que partir al exilio a Alemania, siendo reemplazado por Héctor Morales para darle continuidad al trío. La década del 70 que comenzó con tantas esperanzas y que se instaló definitivamente con tanto dolor entre nosotros, se nos fue finalmente llevándose también definitivamente al “Boliche
Me quedo sin embargo, con la nostalgia de haber compartido con una gran cantidad de personas, amigos extrañables, de quienes siempre recibí protección, tal vez por haber sido uno de los más jóvenes, y en diferente grado me ayudaron a madurar y a indagar en mis profundas convicciones. Con algunos de ellos aún conservo una incondicional amistad, como es el caso de Pedro Prado, Víctor Abarca y Juan Arancibia.
Jamás olvidaré las atenciones en los hogares de las respectivas familias, y especialmente del estamento femenino durante los ensayos en el Cerro Los Placeres; Alejandra en la casa de José Sánchez (el Pepe), mi estimada comadre Anita Báez donde Pedro Prado, los inolvidables padres de Juanito Arancibia, la querida mamita de Víctor Abarca; y principalmente mi esposa Margarita Brito en la mediagua en
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